PALABRAS CONTRA EL PURO OLVIDO
- Gabriel Zh
- 9 oct 2020
- 6 Min. de lectura

Danzantes Los Curiquingues (1963), de Diógenes Paredes
Fue la primera vez que descubrió, durante las vacaciones de verano, en los rezagos de esa hacienda de Chilchil, que un hombre podía hacer suyas una, tantas vidas, cuando el tío Ezequiel y luego el tío César se turnaban para contar cuentos, casi siempre adulterándolos sin ninguna otra verdad que el cálido metal de su voz, para que en las historias de Las mil y una noches o en la de los Hermanos Grimm, o en la de los cuentos españoles, el califa Harum−al−rachid comiera capulies, o el rey de Francia comiera motilones, o los payasos del emperador de Roma comieran máchica, choclos, o de pronto aparecieran indios tocando pingullo, mientras a lo lejos, allá en las entrañas de la noche de Ducur, las largas trenzas verdinegras de la cordillera dieran la idea de que el único límite para los hombres era la imaginación. Luego, o quizá antes, descubrió el dolor cuando jugaba en el patio de la cárcel de Cañar, en Tambo Viejo, con saltimbanquis de madera, pintados con anilina, por esos dedos callosos, cansados de unos presos que a poco de familiarizarse con el rostro de ese niño que había cruzado hasta donde ellos purgaban sus culpas y sus inocencias, por descuido de la haya Margarita, eran atados y subidos a unos camiones hasta el Penal García Moreno; las familias corrían detrás, gritando piedad o llorando patética, amargamente.
“Dios, que careces de historia, ¿por qué nos obligas a sufrirla una y otra vez?”, pondría el niño muchos años después en boca de González Suárez, cuando ya era un escritor consagrado, y escribía una biografía novelada del atormentado arzobispo ecuatoriano. La imaginación es el único antídoto contra el fanatismo. Nos permite entender o, al menos, tratar de entender lo inentendible: al otro. Sin embargo, el dolor está obligado a precedernos y nosotros a hacerlo nuestro en la intimidad del templo del alma. Sólo así podremos padecer al mundo; tener un atisbo de por qué somos como somos.
Después, aquel niño se trasladó a Cuenca con sus padres Arturo y Soledad, quienes al poco tiempo lo matricularon en el colegio Borja. Y entre clases, recreos y rosarios conoció la marginación por parte de familias de abolengo venidas a menos, sumidas en la desesperación de un pasado irreparable, que le prohibían jugar con los cholos de la calle; y conoció también, matriculado en una escuela jesuita que, en efecto, los hombres son iguales, pero hay unos más iguales que otros. En el Borja hizo dos amigos, unos niños desadaptados como él, hijos de carpinteros, mantenidos en la escuela por caridad. Pronto se fueron cuestionando la beatitud, la hipocresía, el encierro. Y en cuarto curso comenzó a leer, comprando en los kioskos de la ciudad, las obras de Marx, Lenin, Mao y el Che. Formó una célula llamada OER (Organización Estudiantil Revolucionaria) con Jaime Meneses, un lojano hijo de un terrateniente, que con su rebeldía airaba a su familia, y un muchacho Iglesias. Un día, los tres fueron al colegio investidos de un luto riguroso, a pesar de que en realidad no se les había muerto un familiar, un amigo. Les preguntaron por qué iban así, y respodieron: “Por la muerte del Che Guevara”. A él, lo suspendieron y le dijeron que si quería arreglar las cosas debía pedir disculpas. Él se negó ante semejante injusticia. Tuvo que terminar el colegio en el Nocturno Francisco Febres-Cordero, pero un año atrás, en 1970, lo encarcelaron: eran los tiempos del último velasquismo.
Podría seguir inventariando el periplo vital de aquel niño: sus días como Presidente de la Federación de Estudiantes Secundarios de Cuenca; su viaje a Quito por una ruptura con doña Carmen, su actual esposa; sus días en la Facultad de Derecho de la Universidad Central, en donde terminó su primera novela Juego de mártires para contrariar esa suerte de condescendencia de sus amigos Iván Éguez y Raúl Pérez Torres; o su incertidumbre entre tomar la dirigencia política o la literatura, hasta que se decidió por lo segundo, pues, ¿acaso la literatura no crea realidad, no la revoluciona, militando así por mejores tiempos en este mundo henchido de belleza y miseria?
Hago aquí un breve paréntesis, porque no me es posible separar la labor periodística de la gran tarea del escritor: ser una conciencia comprometida con la sociedad de su tiempo, sin que por ello caigamos en la divinización de los hombres de carne y hueso. En fin, cuando se imprimió la obra maestra, aquella diatriba contra la muerte y el olvido, protagonizada por un bandido lojano semianalfabeto que robaba a los ricos para dárselo a los pobres, cómo estaría de conmovida, llorosa esta patria golpeada por el mar y la desgracia, porque cuando las gentes apenas abrían la novela se encontraban con estas líneas:
Se fue erguido. Viene encorvado. Con un orgullo casi risueño extendió la mano, blanca y áspera de hostias consagradas, al oficial bigotudo de la pechera llena de entorchados que le señalaba los riscos pardos, las laderas de casi pura piedra afilada brillando al sol, los desfiladeros profundos entre rocas que sólo eran serpientes de sombras, cuando se marchó. Ahora sólo puede bendecir, ya sin soberbia, casi con los ojos en el llanto, a los campesinos flacos, a las mujeres afligidas, a los hombres abúlicos que se congregan en torno a su sotana sucia y la banda morada de su vientre colgante que, por su brillo mugroso, recuerda solamente una larga travesía de regreso desde el otro lado de la frontera, más allá del agrupamiento de casitas de barro que sobresalen, tercamente enhiestas, bajo el tricolor nacional, junto a los plátanos de hojas rotas por el viento, nadando en la sequedad parda de la tierra. Se fue joven. Viene viejo.
Las cosas nos van sucediendo, muchas veces, mientras nos empeñamos en hacer algo totalmente distinto. Es entonces cuando el abismo golpea, nos llama, nos hunde. En lo personal, me he hundido y no miento si digo que la gente que amo, así como unas líneas de su obra me han permitido renacer, sentir que lo horrendo frente al caos determina la belleza del acto estético; de esa tormenta deviene el grito, como tratando de sobreponerse a esa vieja, sombría maldición china que reza: “Ojalá te toque vivir tiempos interesantes”. Y vaya que los vivimos más intensamente a medida que comprendemos que el destino individual es una forma de fatalidad colectiva de cara a los cambios, a lo nuevo, a lo malo que de repente se convierte en bueno y viceversa. Ahí, hemos de plantearnos continuar o simplemente la muerte. La verdadera pregunta, quizá la única sería: ¿Para qué seguir? Simple: amamos esta vida y no hay otra, pero también porque existen hombres cuyo ejemplo disipa las tinieblas.

Eliécer Cárdenas (1950), escritor ecuatoriano
Pienso en uno: aquel niño que hoy está sentado frente a mí, pero acaba de cumplir 69 años hace casi un mes, y ha escrito tanto que, a lo mejor, Eliécer Cárdenas no sea sino resultado de su propia invención. O quizá, seamos nosotros los que existimos gracias a sus libros, y estamos en esta sala protagonizando un momento de esa gran novela suya que ha escrito a lo largo de los años: la vida. Gracias, Eliécer, por hacernos creer que la realidad y la fantasía son, muchas veces, la misma cosa; gracias porque su escritura es una reivindicación a la mirada, a los momentos ínfimos, cotidianos: las pausas y los silencios de la gente, los techos de tejas rojizas y el vuelo de las tórtolas al amanecer, el sol ardiendo sobre la paja y los nudos endurecidos de los campesinos arando la tierra, con el viento estallándoles en la cara; la noche aplastada contra la cordillera andina y el poncho de un padre que trae los olores de las ciudades a través de sus viajes y los regala a su hijo cuando lo abraza; el poeta que en medio de la guerra en el Alto Cenepa reparte hojas volantes con un epígrafe que dice que “por medio de la lectura el hombre consigue entender que la más grande función del corazón es la de amar a los demás y que es secundaria la de mantenernos con vida”; el renacimiento vital de un hombre encarcelado, que lo ha perdido todo, y a punto de suicidarse con una gillete, lee de repente en una revista junto a él: “Debajo de los adoquines están las playas”.
Hoy no sólo celebramos la trayectoria periodística de Eliécer Cárdenas, sino el conjunto de su obra por medio de la cual ha logrado burlar el “puro olvido”; y su necio, altivo, desmesurado intento por “desbaratar la eternidad inmóvil del mundo”.
Discurso pronunciado durante el homenaje a Eliécer Cárdenas, en el Museo Pumapungo, el miércoles 22 de enero de 2020.