HASTA EL FIN DE DELFÍN: CRÓNICA DE UN AUTORRETRATO
La globalización democratiza tanto, según dicen, incluido el odio. Se supone que en nombre de la libertad de mercado democratice tanto y, sin embargo, la información circula y atonta, la tecnología avanza y destruye, el capitalismo incluye y engaña. Entonces nos hacemos tan insignificantes, inermes, porque la globalización es para los que pueden mantener el paso, regodearse de su supuesta grandeza. Lo local va relegándose, muriendo. Esa es la lógica de los fenómenos virales protagonizados por gente, por ejemplo, de América Latina, gente la mayoría de las veces convertida en animalitos exóticos y polémicos, cuya localidad sólo vale en la medida de su carencia de sentido del ridículo. Es decir, su fama vale la cantidad de risa y odio generados en quienes los miran a través de la pantalla. Y faltaba más, en la era de la telerrealidad importa la fama, no importa cómo, pero importa.
En su nuevo documental, el cineasta guayaquileño Fernando Mieles ha apostado por uno de sus mejores representantes: el Delfín Quishpe, un indígena cuarentón, bajito, cantante de música tecno-andina, generalmente vestido como un cowboy norteamericano con ínfulas kitsch. Delfín, ya lo sabemos, debe su notoriedad a su video Torres gemelas que alcanzó alrededor de 18 millones de visitas en YouTube.
Pero pensemos por un momento en la obra de Mieles, en cómo su cine se articula en torno a la figura de aquellos artistas ubicados en la periferia del éxito occidental. Por ejemplo, en Prometeo deportado, el escritor interpretado por Peky Andino escribe que el sacrificio es un acto de abnegación inspirado por el amor, y por eso debe morir. En Descartes, Gustavo Valle resulta el cineasta que no pudo ser más, de modo que su muerte es en realidad su olvido. El ejercicio de Mieles, nos lo recuerda Libertad Gills, es un movimiento del pasado al presente, de la muerte a la vida, es el de un “renacimiento cinematográfico”; en sus películas, los personajes de Mieles tienen la oportunidad de renacer. Gracias a ellas sabemos cómo espectadores que el escritor que muere, sin embargo, deja un testimonio, y que el cineasta del que nada sabíamos por fin tiene sus primeros planos, aunque no volvamos a ver sus películas nunca más. La imagen cinematográfica reactualiza a los personajes, los inmortaliza porque los nombra.
Por eso, en el documental Hasta el fin de Delfín, su protagonista obtiene lo que otros de los personajes de Mieles no obtuvieron: la mirada del mundo. Y a pesar de ello la fama resulta una carencia, el reconocimiento una ausencia. Será por eso que la voz de Mieles sólo interviene en el momento en que Delfín se echa en la cama, cuando la música no lo llena, cuando el pasado se le deshace entre las manos, cuando el éxito es solamente un eufemismo para nombrar la soledad. Por supuesto, pero existe también una razón mucho más profunda.
Hasta el momento, el trabajo documental de Mieles ha sido con personas que a través de su profesión artística generan un diálogo con el cine y sus experiencias personales. En Hasta el fin de Delfín, el diálogo de Mieles es con una cultura popular siempre relegada de la centralidad, porque la estética todavía continúa definida por los cánones convencionales de lo bello, pero, sobre todo, por su capacidad para producir placer. Y en una sociedad alienada por una sola forma de ver cine, por ejemplo, eso que llamamos de mal gusto o feo no puede generarlo. Es lo que los estudiosos denominan el placer estético. En fin, la voz de Mieles sólo aparece en el momento ya descrito, porque como nos dice Sandra Yépez citando a de Certeu, todo acercamiento intelectual a lo popular reproduce un gesto de supresión a ese “tipo de cultura”, y paradójicamente despojarnos de este acercamiento nos dejaría inermes para comprender lo popular. Mieles deja entonces que la cámara narre libremente a su personaje y que su personaje hable por sí mismo, estructure su propio relato. El silencio del autor se convierte así en una voz personalísima.
El documental a la vez sufre una serie de ritos: el de la era digital que rinde culto a sus ídolos virales, un rito lleno de luces de neón y señoritas y falsos aplausos; el rito comunitario que practica la gente de Guamote e integra a Delfín en su tierra, en la cual procura continuar lo mejor que puede; y, finalmente, un rito individual que no forma parte de la definición que de este término hace la RAE, como costumbre o ceremonia, sino como una liberación que nos deja invariablemente solos con nosotros mismos. Delfín ha dejado la globalidad para retornar a la localidad.
En el plano final hay un hombre retratado y un hombre que retrata. La soledad de ambos es posiblemente un mismo autorretrato.
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