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EL RAYO VERDE: ÉRIC ROHMER Y LA REPRESENTACIÓN DE LO INSIGNIFICANTE



La soledad es algo natural, un estado íntimo que pertenece al individuo y al espacio, cuyo nexo se encuentra en un intervalo temporal instintivo, espontáneo y, en la mayoría de los casos, incomprensible. El cine ha buscado mostrar este estado tan esquivo, vulgarizándolo en varias ocasiones, alejándolo de su concepción primigenia. Sin embargo, cineastas como Ingmar Bergman o Éric Rohmer entablaron magistrales diálogos con la soledad que, a pesar de su naturaleza necesariamente pasiva, trae consigo, clandestinamente, una transformación efervescente y visceral, que solo sucede en esos rincones, en los cuales, aparentemente nunca ocurre nada.


Marc Augé, antropólogo francés, habla de Los no lugares, los presenta como espacios geográficos que no tienen incidencia directa en la formación cultural o sociológica de los seres humanos. Lugares transitorios, estacionarios, en los cuales se ejerce un movimiento de traslación; obligatoriamente, no llegan a ser objetivos en sí mismos, no llegan a convertirse en lugares antropológicos, no poseen riqueza de conocimientos sociales o tradicionales, son espacios metamórficos, que poseen formas que simplifican vínculos, nexos, o puentes. Entre estos lugares identificamos a las estaciones de transporte, los parques, los senderos, los puentes, los buses, trenes o aviones. Son lugares que a su vez dejan de serlo, lugares desechables, transitorios, viales comunes, contenedores de una vida que fluye fuera de ellos.


Especialmente en estos lugares, el ser humano es parte de un proceso que lo purifica y hace trascender su actual estado emocional. El ser sufre una transición metafísica que le devuelve a un estado evidentemente nuevo. Lo que dura esta transición es el tiempo del diálogo introspectivo, catalizador de energía para dar paso a nuevos estados emocionales. Quizá, ya no somos los mismos después de haber estado en el bus una hora, o experimentamos ciertos cambios al cruzar un puente, tal vez descubrimos algo mientras esperamos sentados en una parada. Es la cotidianidad siempre indemne, indiferente a nuestros infortunios, aunque se renueve constantemente. Eso sí, permite que nos reinventemos, nos encontremos en nuevos niveles de consciencia. Esa hermosa y amarga cotidianidad que tanto tiempo nos deja a solas con nosotros mismos.



El rayo verde, la obra cinematográfica de Éric Rohmer, está llena de no lugares, donde lo único que pasa es la eternidad, como un ancla gigantesca lanzada por Cronos hasta el final de los tiempos. Sin embargo, lo único que pasa, somos nosotros ante todo ese vértigo irremediablemente inadvertido. La cinta nos relata a través de una composición episódica las desventuras de Delphine, una secretaria parisina a quién una amiga acaba de plantar en vísperas de las vacaciones de verano. Delphine, además, pasa por una reciente ruptura amorosa. Ahora deberá encontrar con quién pasar las vacaciones, pero, sobre todo, a dónde ir.


Desde esta trama bastante descomplicada se teje un hilo contradictorio y lírico que persigue una suerte de poética a través de la creación de situaciones tan auténticas como la respiración o un pestañeo. Delphine todo el tiempo transita por no lugares, intentando suplantar el vacío y cambiando la soledad por otra cosa, cualquiera que sea más amable, más asimilable. A la vez, nosotros transitamos por sus pensamientos y testificamos sus constantes estados de tristeza a causa de su incapacidad para relacionarse emocionalmente con alguien, todo mientras Delphine espera un cambio importante, cambio que llega solo en la aceptación del paso del tiempo y los obstáculos vitales.


La elección de Rohmer por un cine revelador del tiempo y las sensaciones se aleja completamente de una estética estandarizada y, más bien, recurre en nociones prácticas en el uso fotográfico, rodando en lugares públicos como playas, estaciones de tren, senderos de montañas y plazas, trabaja con luz natural y el descontrol del ambiente. Esto evidencia en la cinta un enfoque naturalista que persigue encarnizadamente la realidad, esa cotidianidad en su estado más auténtico. Éric Rohmer encuentra cine en la aceptación de lo que sucede y crea realidades para filmarlas. No prepara representaciones para ser grabadas, su cine sencillo, pero de un alto valor simbólico y poético.


A través de la cinta, observamos cómo Delphine afronta su cotidianidad, intentando desesperadamente evadirla a diario, desplazándose de lugar en lugar, intentando conocer gente y fracasando inmediatamente en el intento, pero, Delphine también tiene encuentros recurrentes con el azar, que de algún modo revelan todo el dispositivo detrás de la composición fílmica de Rohmer, pero no modifican en lo más mínimo las sensaciones que evoca la totalidad de la cinta. Sentimos, a través de cada espacio que habita Delphine, la afectación directa e inmediata en los sentimientos de nuestra protagonista, sentimos como Delphine es moldeada por los espacios y las transiciones, sentimos vívido cada minuto de la interpretación de Marie Riviére, gracias a sus gestos y la complicidad en las situaciones creadas por Rohmer.



La magia en El rayo verde está en cada una de las las situaciones presentadas en cada escena, tan completas y orgánicas cómo es posible. Cada gesto, cada juego lingüístico, cada movimiento efectuado por los actores en escena, es de una autenticidad absoluta, de hecho, a veces pareciera que estuviéramos ante un documental, donde la ficción ha sido anulada desde el primer minuto. Quizá, Rohmer dirigía con los sentimientos, los suyos, en un proceso sensorial constante en el que el espíritu trabajado es de una riqueza natural autónoma y de un virtuosismo poético que se vale de la simplicidad y la consumación de la belleza en lo mínimo, en lo nimio.


El rayo verde se debe sentir, respirar, degustar desde la inmensidad del abismo posmoderno, en el cual, la individualidad posiblemente ha perdido el sentido, en tanto, la consciencia se ha disuelto en una masa conforme con cualquier cosa. Es una pieza para estar con uno mismo y resarcir el tiempo predicho, implementando nuevas visiones ante nuestra humana y exhausta perspectiva, ambivalente, constantemente aplastante, urgente. Es un llamado a la tranquilidad y al torrente de la vida, una que se revela a borbotones, para que apenas conservemos unas cuantas gotas.


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