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GABO PERIODISTA: LA APOTEOSIS DE LOS QUE NUNCA GANAN

  • Foto del escritor: Gabriel Zh
    Gabriel Zh
  • 9 oct 2020
  • 7 Min. de lectura

Gabriel José de la Concordia García Márquez entró en el vértigo de la eternidad el mediodía del último jueves de abril de 2014. Había dejado de respirar a los ochenta y siete años de edad en su casa de México de la calle Fuego 144. Cuando unos años antes el mundo supo que tras la quimioterapia para curarle un cáncer linfático en 1999, se le había estragado para siempre la memoria, García Márquez se recogió en el silencio, creyendo inútilmente que podría resguardarse de esa posteridad a la cual él mismo había provocado y que, a lo mejor, no quiso nunca. Los últimos años, sin embargo, se mostraba jovial, efusivo, con una sonrisa que le ayudaba a sacarse de encima el agravado horizonte en el que se había convertido su cabeza. “Mientras haya flores amarillas nada puede ocurrirme”, decía. Y pasó: eran las doce y ocho. Estaba rodeado de su esposa Mercedes, de sus hijos Rodrigo y Gonzalo, de sus nietos, de sus nueras. Para el viejo patriarca de Macondo, “el incontable tiempo de la eternidad había por fin terminado”, o quizá empezado de nuevo, pero de una manera menos discreta: es imposible pasar por cualquier librería y no encontrar en los escaparates casi todos sus libros aleteando ligeros, como mariposas amarillas.


Tiempo atrás, el oficio de periodista lo llevó al exilio en París, luego de que en 1955 se levantara una tolvanera en torno a las catorce entregas del reportaje Relato de un naúfrago, publicadas en El Espectador. Luis Alejandro Velasco, único sobreviviente del ARC Caldas, de la marina de guerra colombiana le contó en veinte sesiones de seis horas diarias una verdad asombrosa: el barco había naufragado a causa de una sobrecarga de contrabando que consistía en televisores, neveras y lavadoras. La dictadura de Rojas Pinilla tomó medidas al respecto. Desde entonces, García Márquez no hacía otra cosa que escribir, y la única preocupación cuando por fin Cien años de soledad fue hasta la editorial Sudamericana era de su esposa: “Ahora sólo falta que la novela sea mala”, dijo. A la fecha de hoy, ya llevan vendidos más de 30 millones de ejemplares.


Por supuesto, el periodismo no lo abandonaría ni en las horas más aciagas; Gabo conformó junto a su esposa, parte de la directiva de la revista Cambio, y escribió célebres reportajes novelados como Miguel Littín clandestino en Chile y Noticia de un secuestro. El periodismo le mostró a García Márquez que las minucias son parte de esa fantasía sin límites mal llamada realidad. En un artículo escribe sobre su Caribe natal: “Lo conozco país por país, isla por isla, y tal vez de allí provenga mi frustración de que nunca se me ha ocurrido nada ni he podido hacer nada que sea más asombroso que la realidad. Lo más lejos que he podido llegar es trasponerla con recursos poéticos, pero no hay una sola línea de mis libros que no tenga su origen en un hecho real”.


García Márquez (centro), junto a Fidel Castro (izq.) y la agente literaria, Carmen Ballcells

Cuando Gabo escribía en Barcelona El otoño del patriarca, había algo que hacía irrespirable la atmósfera en la que el anciano dictador de la novela sufría la demencia del poder. De pronto, se solucionó: “el olor de la guayaba”, pensó Gabo. Hizo las maletas y fue con su familia hasta el aeropuerto, donde tomaron un avión que los llevó al Caribe a instalarse un par de años, en efecto, a oler la guayaba. La trasposición poética de la realidad es, digamos, el resultado del detalle, del dato sensorial, humanizado que permite un pacto de verosimilitud que sella la autenticidad del relato. A Carlos Fuentes, por ejemplo, cuando le preguntaron en una entrevista dos sonidos particulares de México, él contestó sin vacilaciones que serían el de las manos de las mujeres mientras hacen las tortillas para el desayuno y el de las palmadas de los hombres dándose un abrazo. En un relato, en una crónica, en una novela esa sería una forma estupenda de trasponer la realidad, de oler la guayaba. A veces, decía Tom Wolfe, el problema no radica en desconocer lo que queremos describir, sino en conocerlo tanto que no sabemos por dónde empezar.


En sus notas de prensa, además, Gabo no incurrió en la tentación expositiva, por el contrario, dio cabida a situaciones disparatadas, la anécdota metecuento, la oralidad familiar; no es que no haya dado oportunidad a la reflexión, sino que sus notas aparecen atiborradas de una plasticidad, de ese estilo suyo musical, zumbón, nostálgico como un bolero o con la piel variopinta de un ballenato. Gabo, pues, tenía el don de la anécdota de estirpe legendaria, la pasión por contar cuentos desmesurados que lo volvían reacio, aprensivo contra el racionalismo de la academia. Uno no puede imaginarse a Gabo en una faceta ensayística y no porque sus novelas, sus cuentos, sus notas se sustraigan del pensamiento -sería una tontería creerlo-, sino porque están llenas de emociones que apelan más al corazón que al intrincado mecanismo del cerebro. De tal manera, la manía interpretativa se vuelve a la larga una ficción, pensaba Gabo. Por eso la función del escritor, del crítico no debería reducirse a esa palabra terrible y fría, portadora de una sistematización capaz de arruinar las ficciones que interpreta, simplemente el escritor debe disfrutar de su oficio, sudarlo y llorarlo y vivirlo a plenitud, esa es la única forma válida de martirio: contar algo que cuenta la vida, y claro, el escritor tampoco debe olvidar que sus pensamientos, ideas, sentimientos, quiera o no, hablan también con sus lectores, los influencian, los espantan, pero ojalá que el espanto no los disuada de la lectura. La interpretación de los cuentos, las novelas, las películas, del arte en general son, como escribió Octavio Paz citando a Demócrito: palabra, sombra de obra.


A sus notas Gabo las trabajó como a iguales de sus obras maestras. En un artículo de juventud: Una equivocación explicable, publicado en el periódico El Heraldo, de Barranquilla, en 1950, la tensión narrativa se enmarca en el primer párrafo, y como toda buena literatura pinta el personaje, el tono, la situación. El resultado: la objetividad es hiperbólica. Otro ejemplo, está en el artículo El asesino de los corazones solitarios, en donde la tensión narrativa está dada por la miseria económica y física a la que están sometidos los amantes, pudiendo ésta, sobre todo, enfriar la euforia del alma, por eso cuando una vez ambos están en la cárcel y la amante se extravía en el delirio de un nuevo amor, Raymond Fernández nada más puede encontrar una euforia parecida -la del enamorado- en el suplicio de la silla eléctrica. La truculencia, por tanto, suele ser el lugar común de las noticias y también de las ficciones; mejor obedecerla y pedirle como dice Gabo, “un poco de discreción a la vida real”, para que hablen las palabras con ese sudario poético de lágrimas y sangre que irónicamente y para bien, vino de aquella.


García Márquez en la redacción de Prensa Latina (1959)



Por otro lado, una de las lecciones de Gabo es que un diálogo como mínimo debe valer varias páginas. En la crónica El año más famoso del mundo, el actor Humprey Bogart se muestra con este breve parlamento: “Lo único que estaba bien en mi vida era mi cuenta de banco”, dice. Y ya en la serie de crónicas tituladas El escándalo del siglo, Gabo usa la hora como un recurso dramático y potencia el desespero del padre de la desparecida Wilma Montesi (por periodística y rigurosa que sea una nota, ni las fechas ni las horas son gratuitas). Después se lanzan tres hipótesis para tratar de explicar la desaparición de Wilma, para entonces la crónica de periódico se ha elevado a una forma artística y el público puede participar de ella, gracias a los apartados El lector debe recordar, en los cuales el autor vuelve sobre las pistas para descubrir o absolver a los posibles culpables. Pero el problema de ésta crónica, aunque resulte lograda la impresión de un parte policial mediante la sobriedad estilística, y en la que Gabo sabe dosificar la información, manteniendo en vilo al lector, en la corriente de fechas y nombres, los personajes siguen siendo personajes y no personas, se ahogan, les falta carne verbal para sobrevivir -a pesar del malabarismo literario- a la función periodística de informar.


Al periodismo se le olvida muchas veces que el secreto del oficio no está debajo de la alfombra, en las inmundicias, en las huellas de los zapatos, en el escándalo, está en las personas que caminan por encima. Gabo propone algo que Martín Caparrós entenderá muy bien años después: el periodismo es casi siempre un pobre hombre de pie que escucha las quejas del mundo entero; un acto políticamente correcto cuando es “la apoteosis de los que nunca ganan”.


En Caracas sin agua, el ingeniero Samuel Burkart, es un hombre muerto de sed, con un sentido de la previsión y el orden que le permiten sobrevivir en una Carcas ardiente, desértica y que leída ahora, en plena hecatombe venezolana, nos hace pensar en la escritura como un lúgubre presagio, uno que cincuenta años antes previó las tribulaciones de hoy, y hasta trastocó aquello que reza que el periodista vive del día a día, de períodos cortos, en tanto el escritor es de tiempos largos, de épocas, pero el periodismo escrito de Gabo es epifanía: la transfiguración de la verdad en una alma en pena. García Márquez escribe: “El periodismo es la profesión que más se parece al boxeo, con la ventaja que siempre gana la máquina y la desventaja de que no se permite tirar la toalla”.


En ciertas ocasiones, la ciencia y la literatura se parecen en que un día respecto a la primera, la electricidad, por ejemplo, era una quimera, una cosa de hechicería que hoy se ha cumplido, y la vemos al ir al trabajo o a la escuela, sobre nuestras cabezas, colgando en los postes de luz, y respecto a la segunda, las novelas también son quimeras durante su escritura, pero existen de verdad cuando los lectores las leen. Uno cree más en el coronel Aureliano Buendía que en cualquier otro militar triste, porque Gabo creía en una poesía que se podía encontrar virando la esquina, hasta su cultura Caribe parecía volverlo un escritor alquímico, con la solvencia necesaria del oficio como para oler en el sonido de la lluvia las profecías del futuro. Desde niño lo persiguió la fábula de lo real. En sus memorias cuenta que una vez, yendo de la mano de su abuelo por los caminos polvosos del pueblito de Aracataca, observó deslumbrado una espuma verde como vomitada, donde flotaba un incontable séquito de gallinas degolladas.


Escribió en un artículo que los cuentos son “verdades completas que se repiten sin cesar en distintos lugares y con distintos protagonistas, para que nadie olvide que también la literatura tiene sus ánimas en pena”. Desde García Márquez, el periodismo es una excelente forma de hacer literatura, aunque lo correcto sería afirmar que, desde el océano de su pluma, el periodismo escrito se convirtió como siempre quiso él, en un arte autónomo, dueño de sí mismo.






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