DE AQUELLOS PRIMEROS AÑOS
- Gabriel Zh
- 9 oct 2020
- 4 Min. de lectura

ORSON WELLES (1915 - 1985)
Antes de que el Cine 9 de octubre se convirtiera en un cine porno, Dragon Ball Z había terminado hace un par de años, en el noventa y siete, y uno lo descubría casualmente, ya metido sin remedio, de cabeza en la adolescencia cuando Wikipedia resultaba la bibliografía básica para cualquier trivialidad del colegio. Mi papá me había traído hasta ahí, de modo que cuando me sentó en medio de él y mi hermano, y la noche cayó prematura, casi senil dentro de la sala, sentí por vez primera un aire de clandestinidad que sólo volvería a sentir mucho tiempo después, porque para cualquier niño pequeño la noche no existe sino como complemento del sueño.
Era la primera vez que iba al cine y la voz de José Lavat resultaba como un eco de nuestra propia conciencia que en vez de ponerle a uno los pies sobre la tierra, teletransportada a una generación completa hacia un lejano punto del cielo, del cual se regresaba siempre con una tormentosa impaciencia que solo podía ser saciada en el episodio siguiente. Las películas de la saga, por supuesto, constituían un paliativo del tamaño del universo. Nadie sospechaba en aquella sala en penumbras sobre la perversidad de Turles, otro hermano extraviado y maligno de Gokú; se envanecía de su carácter canallesco y aunque sabíamos que Gokú jamás sería derrotado, cada vez que Dragon Ball Z empezaba uno sentía la inminencia de la desgracia: la tierra estaba condenada de antemano, otra vez, a la absoluta destrucción. Era como un ajedrez de niños torpes. La voz de José Lavat, nos lo declaró sin escrúpulos al anunciar el subtítulo de la película que más parecía el presagio de los peores tiempos bíblicos que han de llegar tarde o temprano: La superbatalla decisiva por el planeta Tierra. Además, asesinar así al Gran Dragón fue ir demasiado lejos. Estábamos furiosos.
De cualquier manera, la primera película sucede y sucede para siempre, por eso la idea de volver a verla muchas veces nunca se concreta. De mi parte, no he vuelto a verla ni pienso hacerlo. Sin embargo, la primera película posibilita las demás películas que en los mejores casos también son primeras veces irrepetibles y en casos excepcionales, inmiscuyen al espectador común en la experiencia total del auténtico cine. En uno de los artículos de Letra y Solfa, Alejo Carpentier declaraba a pesar del estreno de Los olvidados, de Buñuel: “Y es que los aciertos de ciertas películas, que constituyen casos de excepción, no compensan un descenso en la calidad que se observa en todas partes.” Carpentier no estaba diciendo que la película de Buñuel fuese mediocre -ni pensarlo-, todo lo contrario: ciertas películas son expresiones tan minuciosamente logradas que ponen en evidencia la imbecilidad contemporánea, así como sus burdos y endebles contornos. Pensemos, un momento en el campo de la literatura: La filosofía en el tocador, del divino Marqués y luego hagámonos la idea de esas novelitas “eróticas”, muchas de ellas con miles de ediciones piratas en los estantes de las librerías, como 50 sombras de Gray y todas sus paralíticas secuelas. Un triste caso entre mil.

FOTOGRAMA DE Y TU MAMÁ TAMBIÉN, DE ALFONSO CUARÓN
En fin, estoy seguro: la mayoría de quienes vieron conmigo sea en el cine o no, las películas de Dragon Ball Z, celebraron con el mismo aire clandestino, las noches en que Teleamazonas todavía no se convertía en un albañal televisivo y en su programación constaba cada sábado una película latinoamericana y más tarde las de la producción española de entonces. Fue cuando uno observaba indignado las favelas agujereadas de balas y los niños descalzos encabezados por Ze pequeño en Ciudad de dios; o la sexualidad monstruosa y diversa y bella en los crímenes pasionales de La mala educación; o el choque que en una violenta flor de tres pétalos envolvía las tragedias comunes en Amores perros, de la modelo, de Gael García Bernal y la redención de sangre del Chivo, que caminando a través del México baldío del final, junto con el malogrado Rottweiler, perdiéndose sobre sus propios pasos y el horizonte triste nos hacían coincidir con Iñárritu en que también somos lo que hemos perdido.
Era una manera diferente de ver el cine fuera de los modelos rígidos, bufonescos de Hollywood que empezaba a ser protagonizado por superhéroes imposibles con rostros de arcángeles arios de los mejores sueños de Hitler, en su lugar, las noches de cine de los sábados tenían a personajes con una dimensión humana lo suficientemente grande como para abarcar sus más ínfimas miserias. Sin embargo, una noche nos topamos con dos adolescentes mal hablados y divertidos, que iban por ahí fumando hierba, soñando con mujeres desnudas, pero sin soñar en el futuro, hasta que el personaje de Maribel Verdú les hacía sentir en el periplo a la playa, las soterradas olas de la existencia, pues para descubrir la vida de verdad hay que descubrirla con asombro, lo demás no sirve. Acaso sería la primera película erótica y el beso más honesto -saben a cuál me refiero- que mi generación veía deslumbrada. No niego que, ahora, con la distancia de cerca de una década, se comiencen a ver las costuras de ese cine ya nostálgico, en sepia quizá en los meandros más añosos de la memoria, pero que, de alguna manera, fue el punto de partida de una generación para mirar el gran cine -de Bergman, de Welles, de Bresson, de Tarkovsky- por primera vez.

FOTOGRAMA DE GRITOS Y SUSURROS, DE INGMAR BERGMAN