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MI PENA, EN TU PECHO ABIERTO


Cabeza de San Pablo, de Bartolomé Esteban Murillo



Quizá sea tiempo

de morir por ahora,

para revivir y así

aprender a dar luz…

Estoy vaciando mi pena,

en tu pecho abierto.

Luis Alberto Spinetta, Perdido en ti



La primera vez que le limpió los senos pálidos dos carachas de barro viejo le quedaron en la palma de la mano, y no fue hasta que se arrodilló en el transepto de la iglesia, cuando creyó descubrir en el polvo que envolvía tiernamente los pies de yeso de la Virgen María, que él, Abel Romero, no era sino un agujero en la larga túnica de Dios. La primera vez que le limpió los senos, también le halló una herida de muerte cerca del corazón –“la trizaría algún insensato”, pensó-, pero esta ya no era la primera vez, había perdido la cuenta y en su extravió rozó con sus dedos blancuzcos el rostro áspero, sagrado de la estatua, y tembló de pavor cuando se dijo Reina y madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra que tanto temo; tembló porque tras varios y fallidos intentos amatorios, quiso refugiarse en sus adentros y, de pronto, se descubrió como un cascarón vacío que se precipita, indetenible, en un tacho de basura. ¿Hace cuánto tiempo flaqueaste Moisés zarrapastroso? ¿Cuándo las Tablas de la Ley se volvieron en tu contra? Tranquilo, no eres tú, los hombres son espejos que reflejan apenas una desvaída silueta, a veces nada, y que un día se quiebran haciendo un estrépito que nadie escucha. “Yo, al menos amo”, se dijo frotándose las manos salpicadas de polvo dentro de la sotana, cerca del pecho, y olor a malvas secas y velas rancias escurriéndose por la bandeja en la cual se iluminaban las imágenes de nuestro señor derrotado por el peso de la cruz, y ya los fieles se arremolinaban en torno a la puerta -esculpida con madera y tierra y un Dios de piedra carcomida en el dintel-, cargando las ofrendas, casi el Salve en los labios, A ti clamamos los desterrados hijos de Eva, a ti suspiramos gimiendo y llorando: pasen hermanos, sólo denme un momento.


Los fieles iban ocupando las bancas de madera y él en la sacristía, es que no me di cuenta y la noche tan larga hermanos, rodeado de portarretratos clavados en paredes blanqueadas con cal y avemarías, la cama, un armario y una cocineta en el rincón, se puso el alba, se anudó el cíngulo… y la luz entraba por la ventana de rejas de barro iluminándole las venas del cuello, la barba de tres días, las arrugas del contorno de los ojos hasta que, pensó en aquel funeral de cada mañana: las almas postradas, delirantes, abriendo la boca y dientes amarillos y careados y torcidos y encías mutiladas, espíritus de piedra de aliento hediondo bajo el cuerpo de Cristo en el altar. El hombre no ha aprendido a morir a tiempo, lo hace muy pronto o demasiado tarde, pensó, por eso es mejor morir poco a poco antes de que el amen definitivo nos lo impida. El padre Romero jamás aprendió a morir sino con el retraso necesario que hace que unos pocos lleguen a mirarnos a través de un cristal o a esparcir nuestras cenizas: “Este es el sacramento de nuestra fe”, dijo el padre Romero a la asamblea, más a ella, dedicada a ella en el transepto de su derecha (“La fe no nace del corazón de los hombres, sino de tus muslos de yeso”), encerrada en una la luz mortecina, vertical, de los vitrales rotos. “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”, respondió la asamblea, y afuera la libertad en el desierto: las beatas embutidas en sus chalinas, los hombres con sus sombreros alones, los niños medio dormidos camino a la escuela; la modorra, el hastío, un impulso agonizante y después del rito de paz: la muerte, a servir como alimento a la rapiña en los campos, en las tiendas, en las herrerías, en casa al tiempo que pasa el viejo de la carreta impulsada por mulas, cargando la tierra del sepulcro: la sotana, el Salve en los labios, frente al crucifijo y bajo el cuerpo de Cristo las hostias en la boca para que seamos dignos de alcanzar las promesas y gracias de nuestro Señor Jesucristo. Amén… la capa pluvial y salió.


Los últimos fieles se despidieron, el padre Romero bajó los brazos y caminó hacia la sacristía con premura, algo encorvado, cerrando la puerta, deseoso de beber del jarro con agua de menta que sostenía una muchacha de palmas de azucena que caminaba como en una nube impulsada de querubines lascivos, y lo sentaba despacio al borde de la cama alejándose uno pasos para subirse la pequeña falda y mostrarle su geografía húmeda: deseoso de beber de ella; ¿amor?, ¿desamparo? Un sexo más bien lastimero con aliento de menta, una comprobación cotidiana. La única verdad que casi hizo suya fue el Ángelus que tía Judith rezaba a la sombra del manzano, y entonces el insoportable silencio cuando puesto de nuevo la sotana miraba las costras metálicas del jarro vacío y se apresuraba a hervir agua en una olla -descalzo en el piso de tierra- y sólo se quemaba los labios, aunque las hojas de menta se le aplastaran contra el paladar o se le revolvieran en la lengua. Luego, la espera, justo cuando un pedazo de luna aparecía en el cielo, y ¡Ea!, pues, Señora Abogada Nuestra, una vez en el confesionario el cura Abel Romero: “¿así así padre mi sobrina es tan buena conmigo y la soledad tan terrible pero la santidad un delito humano así como la trizadura en el pecho de Nuestra Santa Madre y no así si los llantos de los justos padre los oigo siempre que dejan de croar las ranas y es que debió verla con sus manitas me imploraba Dios y la voluntad de implorar una verdad padre de implorar por los siglos de los siglos acaso no nos dijo usted de por sí creer es ya una duda de cinco aves marías tres padrenuestros y debió verle juntando las manitas y las tetas al aire dos credos y pueden ir en paz”, y en el cuarto el padre Romero se frotó los ojos, miró fijo el tumbado, la oscuridad, y sintió deshacerse de su carga: Dios entiende el dolor de todos los hombres; esa es su lejanía; después un vacío en la boca del estómago.


Una vez dormido, las sábanas se le enredaban en los sueños (“Y subiendo tus entrepiernas una cicatriz me acogerá en la eternidad”): un olor de ponchos de alpaca en el fregadero de su casa y detrás cuatro beatas vestidas de luto, sentadas en poyos de cemento se regodeaban viéndolo corretear un extraño perro blanco que le mordía la mano cuando intentaba agarrarlo, y mamá de repente lo interrumpía con su voz de lechuga, que viniera a la cocina, y las beatas, molestísimas, recogían al perrito y se marchaban exclamando, “el niño es nuestro, pero hoy nos llevamos al Peluchín” por un camino atravesado por un manzano a cuya sombra tía Judith rezaba el Ángelus cada mañana: Y el Verbo se hizo carne. Mamá le hizo un agua de menta que sabía cómo que a sábanas hervidas, no importaba, el viento iba e iba; era mamá y le acariciaba las mejillas y lo acostaba en la cama, estaba ahí, pensó o soñó: como la primera vez que le limpió los senos, todo es siempre como la primera vez; no sabemos nada y todo sucede demasiado rápido como para darnos cuenta de que el agua de menta en realidad sabe a sábanas hervidas, semejantes a las que se le enredaban en los sueños: y se fue, Y habitó entre nosotros; ahora, solo, mirando de nuevo el tumbado, pero tú tan pequeño sí la habías oído mientras guardaba sus últimas blusas y su perfume que olía a papel masé, sus pasos de pájara pinta y el brevísimo cric crac de su polvera de verde limón, pero tú tan pequeño que podías hacer sino seguirla en silencio hasta la puerta y madurar ya sin remedio mientras la veías cruzar la calle bajo una luna que de tanto iluminarla la desvanecía de ti para siempre, ya no al final de la noche sino en el umbral donde comenzada de nuevo la vida: y el viento de regreso le golpeó en el rostro, el viento que iba e iba, al padre Romero que miraba desde la ventana de la sacristía; sin dejar de mirar los destrozos de la calle a medio pavimentar por culpa de unas negras patas de acero que deformaban la negra noche, dijo “yo al menos amo”, y los postes de luz iguales a gárgolas de una catedral gótica, las tiendas feas y la cantina, el silencio, el silencio de tenernos solo para nosotros, y “ven ven”, oyó o soñó o pensó: “sólo el amor nos salvará de la razón”, y al verla no de yeso, al fin de carne, con los brazos extendidos, fue a encontrarla en los destrozos de la calle a medio pavimentar. En pijama, cruzó la iglesia –“¡no está en el transepto derecho!”-, dio la vuelta por la calle lateral y finalmente la encontró solemne, erguida sobre sus tobillos de pan, arrebujada en su manto azul, el rostro dolorido y ladeado, las manos a manera de súplica, Alégrate, Reina del cielo; aleluya, y él pudo abrazarla, enamorarse otra vez, creer en Dios y en los hombres, pedirle perdón, “al menos amo, al menos amo, al menos amo”; ella le cogió el rostro, lo apartó materna, compasiva y despacio se desnudó el pecho, a la vista de las beatas vestidas de luto que sentadas en sus poyos de piedra detrás suyo se reían, repugnantes, abriendo la boca y dientes amarillos y careados y torcidos y encías mutiladas con el extraño perro blanco en el regazo y la muchacha de las palmas de azucena con el jarro de agua de menta y la tía Judith rezando el Ángelus a la sombra del manzano: “¡la trizaría algún insensato, madre del cielo!”, gritó el padre Abel Romero agazapándose sobre aquel pecho lumínico, enterrándole los dedos a la altura del corazón: entonces por un instante, sintió, ahora que le limpiaba por primera vez los senos y dos carachas de barro viejo le quedaban en la palma de la mano, que eso era morir, morir de verdad.







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