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CINEFILIA: DOCERE Y DELECTARE


Me han pedido una carta sobre la cinefilia. Pero sólo se me ha ocurrido esto. Ojalá les sirva para vuestros fines. Sin rápidos apuntes sobre la forma en que vivo mi cinefilia y mi particular cine-clubismo:


I

Scarlett y las afecciones excesivas

La palabra griega que designa al hecho amistoso o una afección es philia, familia a su vez de eros, que remite al amor carnal, y de ágape, que refiere al amor espiritual. Vista así una philia o afección tiene el halo numinoso del amor y sus paraísos. Pero, si al contrario, consultamos el diccionario de medicina más al uso, la entrada a las filias nos ofrece a la vista una descarga de bizarría y terror digna de un bestiario medieval; porque allí se clasifican una serie de afecciones patógenas, unas más o menos placenteras (como escoptofilia o voyerismo), otras altamente letales (como la hemofilia) y hasta la francamente delincuenciales (como la pedofilia). En todos estos casos, filia sugiere desbordes, excesos, descarrilamientos. Como se ve, el universo inflamado de las filias es inagotable, porque cada acto u objeto de civilización o cada fenómeno natural encierra en potencia la posibilidad de una “afección excesiva”. Buen ejemplo del amor descontrolado y que ha tenido célebres pacientes es la bibliofilia: Don Quijote la padeció, por eso es el santo patrón de los lectores.


Como el recién llegado al banquete de las artes, el cine y sus objetos parciales, las películas, también han desarrollado sus propios desafueros amorosos, sus sectas… y sus impenitentes.


II

Marilyn, entre el eros y el ágape

Siempre he creído que el cine vive entre faldas y a lo loco, entre carencias y excesos: o es obscenamente caro o es franciscanamente barato; se lo menosprecia como simple mercadería o platillo para acompañar con una gaseosa o se lo enaltece como el Séptimo Arte o la summa de las artes. Es decir, siempre tiene buena o mala propaganda, pero tiene propaganda y mucha, de la peor y la mejor. Esto no pasa con la literatura o las artes plásticas, de glorias más antiguas pero más discretas. ¿Cómo se llaman los incondicionales del teatro?


Me parece que la cinefilia misma en su afán amatorio ha terminado por crear una cinefilia de la cinefilia. Será por eso que para muchos hombres serios (la mayoría académicos) hay cinefilias francamente ociosas e improductivas, y cada vez que pronuncian la palabra “cinéfilo” no pueden ocultar un gesto de condescendencia: ¡Ah! “Amor de juventud”. Los recalcitrantes, cómo no, responden que de eso se trata: del amor estéril y el placer improductivo. Aquí me declaro bipolar, a lo Giorgio Agamben, y reclamo la posibilidad de oscilar, como por un vaso comunicante, entre la esterilidad y la fertilidad, entre el goce improductivo y placer productivo. No tengo problema si me toca ver películas que me aportan ociosas divagaciones o las que son visionado de disciplina. Pero en ese ciego celo por las películas abro grietas, líneas de fuga, lapsos que me permitan una no menos deliciosa distancia crítica.


III

Padmini: chorros de agua, jabón y canciones

Pero hay cosas que mi cinefilia no me permite. No me gusta por ejemplo esa pregunta sobre qué películas me llevaría a una isla desierta. Primero porque no me llevaría cinco o cien películas sino a una mujer; y luego, porque toda elección es una imposición, una orden. Y las palabras de orden me incomodan. Pero si insistes… diría que me llevaría todas, justamente porque es otra forma de eludir la pregunta. Pero, supongamos un mundo posible en el que me llevaría todas las películas; y cuando digo todas, digo todas. Porque mira, aprendí a amar el cine mirando películas de chinitos (artes marciales), de cowboys (del oeste) y melodrama indú. Y esas películas, que acaso me perviven no por sí mismas sino porque sabes a adolescencia y el disfrute, son a las que siempre vuelvo. La película que más veces he visto en mi vida no lleva ninguna gran firma ni estrella, es un olvidable y olvidado melodrama indú llamado Chanda Aur Bijli (Chanda, el niño y la gitana, 1969), pero cuyas canciones regresan en mis más bellos sueños. Pero, no creas que en ella todo era ágape familiar o barrial; no, y esto es el verdadero dato oculto, los productores indúes se daban modos para eludir a las Juntas Censoras y filtrar entre líneas (digamos, entre planos y cortes), el erotismo más diabólico y angelical. El adolescente que a los 15 años mira a Padmini tomando un melodioso baño y que la vez está siendo mirada por un mirón, de adulto será un voyeur.


IV

Brigitte entra desnuda en un salón de clase

Hice varios intentos de fundar un cine-club, la contraparte institucional y legal de la cinefilia; o sea, el templo, la iglesia, el altar donde celebrar los ritos sagrados de la pascua colorida y mítica del cine. Siempre fallaron. A pesar de mi paciencia y dedicación, de mis entusiasmos y mi fe en las película, fe que a veces peligrosamente raya lo sacro; porque, medio en serio y medio en broma, siempre digo que “soy un místico… pero laico”, así con los tres puntos y el suspenso que eso genera cuando lanzo la contradicción. Ya con amigos o conocidos, o con instituciones, mi militancia cine-clubista no duró mucho: he probado la sal de mirar una película en solitario cuando esperaba una masa de acólitos.


V

Ava y todo sobre Eva

Creo que, casi sin quererlo o queriéndolo, ve tú a saber, me he inventado el lugar para vivir de la forma en que cada ser humano debería vivir: irónicamente, es decir, doblemente, o triplemente; vivir en “profundidad de campo”, como la que inventaron los pintores del barroco y que luego Welles resucitó para el cine. En el salón de clase puedo a la vez ejercer la cinefilia, el cine˗clubismo y la docencia. Y es que, la docencia como el cine-clubismo son pasiones exigentes y extenuantes, y por tanto riesgosamente corrosivas; necesitan algo y muy poderoso para mantener los niveles, el ritmo, el charm: ese no sé qué está en las películas.


Aquí valdría la pena recordar que tras la cinefilia se oculta uno de los principios centrales del cine: el principio de placer; todas las películas satisfacen ya sea por vía sensorial, emotiva o intelectiva, ya sea por dosis o sobredosis de la repetición, con o sin variaciones. Y ese gozar cinematográfico está ligado tanto al pensar como al divertimento. El salón de clase, más aún cuando este está destinado a la enseñanza de contenidos relacionados con la historia del cine, se presta perfectamente para al fin cumplir la vieja fórmula romana del aprendizaje placentero: docere et delectare. No he durado con los cine-clubes pero tengo salones de clase que los conduzco como un cine-club, en el que incluso permito a los estudiantes comer y beber, para que el espectro de estímulos sea lo más amplio posible. Porque el cine, como ningún otro arte es capaz de involucrar todos los sentidos y sensaciones; prueben sino a escuchar a Marilyn cantando I wanna be loved by you casi al cierre de Dos adanes para una Eva. A esto yo llamo una verdadera pedagogía estética.


Galo Torres Palchisaca

4 de junio de 2016




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